Entrevista al padre Carl Enrico Charles, sacerdote, educador y director del Collège Dominique Savio en Pétion-Ville, del suburbio de Puerto Príncipe, la capital haitiana controlada en gran parte por las bandas. “Desde hace años –cuenta – vivimos una realidad social y económica desesperada: los jóvenes no ven un futuro” en un país donde, según UNICEF, 680 mil niños se han visto obligados a huir a causa de la violencia
“En Haití, hoy, la confianza en las instituciones ya no existe”. El padre Carl Enrico Charles lo dice con voz firme pero cansada. Sacerdote salesiano, educador y director del Collège Dominique Savio en Pétion-Ville, suburbio de Puerto Príncipe, es uno de los testigos directos del derrumbe de un país donde la violencia se ha vuelto cotidiana y la esperanza es ya un bien raro.
“Desde hace años – cuenta en una entrevista a los medios vaticanos – vivimos una realidad social y económica desesperada. Los jóvenes no ven un futuro porque la realidad que los rodea es demasiado dura”.
Haití, la primera república negra del mundo, independiente desde 1804, es hoy el país más pobre de América. Las bandas controlan casi el noventa por ciento de la capital y sus suburbios: secuestros, violaciones y homicidios se han vuelto parte de la normalidad.
El último dato, difundido por UNICEF, es alarmante: en Haití el número de niños obligados a huir a causa de la violencia asciende a seiscientos ochenta mil.
Detrás de la degradación que desde hace años aprisiona la capital Puerto Príncipe están los jóvenes y las bandas, precisamente porque, desde pequeños, los haitianos no tienen elección: o empuñan un fusil o mueren de hambre. Sin hogar, sin futuro.
No se vota desde el 2016
Por otra parte, la falta de confianza hacia las instituciones se explica bien por el hecho de que, tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en el 2021 y la dimisión forzada del primer ministro Ariel Henry, Haití no celebra elecciones desde el 2016, es decir, desde hace casi una década. El actual consejo de transición no logra garantizar seguridad ni servicios esenciales, y las tan anunciadas elecciones de noviembre, aunque temporalmente cercanas, parecen cada vez más lejanas.
Detrás de la violencia generalizada hay también una herida histórica. El recuerdo de la ocupación estadounidense (1915-1934), nacida para “restablecer el orden”, dejó un resentimiento profundo que sobrevive sobre todo entre los jóvenes, convencidos de haber sido olvidados por el mundo.
“Se sienten solos y abandonados por todos – explica el padre Carl – ven en Estados Unidos al principal responsable de este desastre. Ya no creen en las promesas de cambio”.
Las recientes revueltas contra el hambre y el aumento del precio del combustible, reprimidas con violencia, no han hecho más que confirmar esta desconfianza que, con frecuencia, encuentra desahogo en las armas o en la droga. En este sentido, la posición geográfica de Haití parece casi una condena: un punto de paso entre los tráficos ilegales que van del sur al norte del continente americano.
Jóvenes y bandas
El padre Carl a esos jóvenes convertidos en rebeldes violentos los ha encontrado, les ha hablado y acompañado. Los ha visto cambiar y transformarse, empuñar un fusil, drogarse o huir del país apenas tienen la oportunidad. Y ha comprendido que el principal problema es, precisamente, la ausencia de una dimensión comunitaria pacífica donde crecer y tener esperanza.
Algo muy difícil en un país donde las familias están desintegradas y, según UNICEF, 1.606 escuelas han suspendido sus actividades, ya sea por la violencia de las bandas o porque los edificios han sido ocupados por familias desplazadas.
Sólo en la región de Puerto Príncipe, casi el 70 por ciento de las escuelas están total o parcialmente cerradas. Por eso las bandas parecen el único espacio donde los jóvenes haitianos se sienten aceptados, reconocidos. “Ya no saben a qué puerta llamar”, observa el padre Carl.
“La corrupción está en todas partes y nadie confía en nadie. Muchos adolescentes son reclutados a la fuerza por las bandas armadas; otros lo hacen por necesidad. A veces – explica el salesiano – eligen unirse a las bandas para ayudar a sus padres que no tienen nada. Es una forma de sobrevivir”.
El religioso no ahorra una observación difícil pero valiente: “También la confianza hacia la Iglesia católica está disminuyendo – señala – y creo que ahí hemos tenido una gran responsabilidad: no hemos sabido dar las respuestas adecuadas a la compleja realidad que vive el país”.
Y, sin embargo, el padre Carl ve en esa falta de confianza una forma de esperanza hacia el futuro. “Nunca hemos dejado de crear espacios de diálogo y de paz para estos jóvenes – nos cuenta – ya sean actividades extracurriculares, profesionales o espirituales. Muchos sacerdotes y religiosas han perdido la vida o han sido secuestrados por este motivo. Pero creemos que el pueblo haitiano, más que cualquier otra cosa, necesita reencontrar la paz y la esperanza. Y la mayor alegría, para un educador, es ver a un joven que tiene la posibilidad de huir decidir quedarse. Lo hace por el bien de su país y de sus compatriotas”.
Porque quizás lo más revolucionario que queda hoy por hacer en Haití sea precisamente esto: seguir creyendo, esperando y soñando. Incluso cuando todo alrededor invita a la resignación. Incluso cuando el mundo entero parece, inexplicablemente, olvidarse de Haití y de sus jóvenes.
Fuente: https://www.vaticannews.va/
